Catalina
desde niña sintió especial predilección por el juego. Siempre buscaba a
sus amiguitos ya que era hija única, y esos momentos se convirtieron casi en su
única alegría. A medida que fue creciendo, los juegos infantiles dejaron
de interesarle. Una extraña enfermedad le atacó a los 14 años y la dejó
postrada. Ahora, solo podía jugar esos juegos de mesa que veía absurdos y
aburridos... y llegó a odiarlos porque sentía que sus amigos de antaño jugaban
con ella sólo por acompañarla o, peor aún, por lástima. Y., mientras compartía con
ellos esos momentos de distracción y ocio, les escuchaba hablar de los paseos,
las fiestas, las excursiones. Y así la tristeza fue invadiendo su juventud. Sus
padres con gran preocupación pensaron que los juegos electrónicos en
dispositivos móviles la podrían distraer, y ella podía jugar con ella misma sin
esperar a que alguien la quisiera acompañar. Pero eso solo la volvió más
solitaria y retraída, hasta que a su vida llegó Felipe... Alto, espigado,
inteligente, quizás no tan guapo, eso no le importaba.. no tenía que
disputárselo a las demás. Felipe siempre le mostró cariño y la visitaba con
frecuencia, en lugar de jugar, conversaban por horas, el joven le llevaba un
libro para que lo leyera y luego lo comentaban... Pero hace pocos días, el
muchacho obtuvo una beca para estudiar en España, cosas de ser inteligente y
estudioso, y la tristeza volvió a la chica. Felipe le dijo que no la
abandonaría, que seguirían en contacto. Entonces vinieron las dudas y el desasosiego.
Se preguntaba: ¿Quién llenaría ahora esos ratos de intimidad? ¿Quién le daría
ese elixir poderoso que le insuflaba vida y alegría?
Y se quedó
como la Penélope de Serrat, contemplando absorta ese tablero donde antes
jugaba, y donde ahora se perdía diluyéndose
en una tristeza insondable.